jueves, 3 de junio de 2010

Pamperaso

Hicimos el arribo con el prefecto de Conchillas, un señor muy amable que nos dejo poner nuestro equipo de remo en su casa, el tiempo se puso gris de repente con un ligero sabor sentimental, nos anunciaba que se venía un pamperaso.

Acomodamos, amarramos como pudimos el bote sobre la playa de prefectura del país vecino, el cansancio no nos dejaba mucho más, teníamos que caminar trescientos metros hasta la casita que habíamos alquilado para seis remeros que nunca llegaron del club Nahuel Rowing porque el pampero los agarró muy temprano, pero la compartimos con nuestro amigo uruguayo.

Una travesía tiene una dimensión que no siempre se reconoce, fueron doce horas, hay que tener los objetivos muy claros, no se puede improvisar, se está levantando mapas, se hacen viajes para relatar lo que se ve.

En las travesías no solamente es conocer lugares nuevos, es también aprender abandonar, como en una nostalgia extraña de algo que esta más allá, la dulce sensación de agotamiento después de cruzar el Río de la Plata en un solo día en un simple par como mujer, las partidas al amanecer cuando todavía no pego el sol en el paseo de la costa, el frío en el timón con un te de limón y miel para aliviar el frío.

Sentir el olor a agua que se pone bravo cuando viene un pamperaso, que en esa oportunidad se llevó una vida de un kayaquista en el canal Bs.As., delante de el Pampero, habíamos llegado abriendo puertas, también cerrando tras de nosotros y no volver nunca más a ese lugar, ninguna ciudad se torna tan visible en la noche como la que se la abandonado para nunca retornar a ella y mucho menos remando.

Es ahí en esa necesidad, es aquí entre está cuatro paredes donde entiendo con que fuerza experimento esa necesidad de partir, de continuar , de evolucionar, de ir más allá, de abandonar, de conocer más, de surgir de no sentirme acorralada, dejar a los que me dañaron.